De lo que hablamos cuando hablamos de feminismo antiespecista

por | Abr 1, 2024

Por: Juliana Granados1

Cada día y con más ahínco en el seno de las luchas feministas y antiespecistas se populariza en calles, redes sociales y academias, declaraciones como: “Nada más patriarcal que comerse un animal”. Este tipo de sentencias obligan a abrir un debate urgente sobre la evidente relación que existe entre la violencia detrás de un trozo de carne animal y aquella que opera como arma más letal del sistema patriarcal. 

¿Pero qué es eso de feminismo antiespecista y cómo es que se relaciona el consumo de animales con la violencia patriarcal? Para responder estos interrogantes será necesario recordar aquello que se ha erigido como la identidad del hombre moderno. Es durante la Modernidad y su misión antropocéntrica que se construye un paradigma muy particular de interpretar al mundo, en donde el hombre se autodefine como ser superior de toda la naturaleza al estar dotado de la facultad de razonar, lo que le permite organizar su entorno en tanto ser totalizante por excelencia. Este paradigma moderno, que tiene orígenes desde la época clásica2, describe que existen diferencias ontológicas entre humanos y no humanos, estableciendo al anthropos como el ser cuya inteligencia le permitiría dominar a la naturaleza. Incluso estas diferencias presuntamente ontológicas se establecen entre los mismos humanos: hombres y mujeres. Dicho presupuesto fundamentó la idea de que las segundas son inferiores en capacidades.

Si el mito moderno es que el hombre es aquel ser dotado de razón, idea reforzada por Descartes y Kant, y que la razón le permitiría dominar esa entidad vasta, caótica e irracional que es la naturaleza, es normal que se despliegue una contraposición hombre-naturaleza, el que domina y lo dominado, solo a través del uso de la fuerza y la violencia. Aquí la violencia es un recurso importante, ya que sin esta no hay dominación; es decir que el sometimiento del otro se confirma a través del ejercicio fuerza.

Es a partir de esta diferenciación entre hombre y naturaleza que se comienzan a instaurar los discursos religiosos, políticos, éticos e incluso lingüísticos que darían dirección y sentido a la sociedad. Esta idea sobre los límites entre lo racional/hombre y lo irracional/naturaleza-animal hizo que el hombre apartara de sus intereses aquello que no era él mismo o que sirviera para sus fines; de modo tal que la naturaleza, en tanto entidad, y el animal, en tanto sujeto, quedan relegados al margen de la sociedad, la historia y la civilización. De este proyecto moderno es titular aquello comprendido bajo la categoría de racional, personificado por un prototipo de hombre europeo, blanco —por supuesto—, y heterosexual. 

Por nuestra parte, las mujeres tampoco éramos plenas titulares de la categoría de racionalidad, no teníamos voz en los espacios públicos, por lo que en muchos casos, pensadoras y creadoras tuvieron que refugiarse con nombre masculino o no firmar su autoría para así poder ser leídas y escuchadas, ya que se dudaba de la validez de todo lo producido por una mujer en el marco intelectual. El uso del seudónimo masculino se popularizó ante la negativa de varios editores por publicar lo que consideraban asuntos propios de la vida de una mujer. Sucedió con Mary Ann Evans, Amantine Aurore Lucile Dupin, Charlotte Brontë y más, incluso con la bogotana Soledad Acosta. Otra posible alternativa para estas mujeres era atribuirle su trabajo al marido, como Mary Shelley, lo que propició la escandalosa idea de que ella no fuera la autora legítima de Frankenstein3.

las mujeres tampoco éramos plenas titulares de la categoría de racionalidad, no teníamos voz en los espacios públicos

Ya para finales del siglo XIX y principios del XX comienza a cambiar el panorama para todos esos sujetos que no estaban comprendidos bajo la categoría hegemónica, es decir, personas con sexualidad diversa, mujeres, negros, indígenas y, como no, animales4. Estas nuevas fuerzas alentaron a que se abrieran poco a poco debates nunca antes pensados, discusiones donde se incluyeran subjetividades históricamente marginadas. Así van apareciendo algunas sociedades veganas y vegetarianas en el panorama social de finales del siglo XIX. Muchos de estos colectivos dieron uso práctico a las ideas de Bentham, quien desde 1780 se había preguntado la razón por la cual no se extendía la consideración moral hacia los animales. Así, estos colectivos comenzaron a pregonar en ciertos círculos sociales la idea de que la crueldad hacia los animales era innecesaria y debía de abolirse. Pero en el siglo XX se hace más visible la incomodidad hacia esa identidad de hombre moderno como ser totalizante; así es como ciertos colectivos comienzan a insistir en la creación de nuevos espacios en donde se les otorgara reconocimiento a sujetos silenciados por la historia y la cultura, como las mujeres; a la vez que se inicien debates necesarios sobre los intereses de otros animales en tanto seres sintientes y cohabitantes de un mismo entorno. El hecho era claro: el hombre moderno, como sujeto dominador, había comenzado a ser puesto en cuestión.

Los sujetos dominados se comienzan a rebelar cuestionando el modelo existente, con el fin de hallar maneras de construir otros mundos posibles, de cabida amplia para cada individuo y no exclusivamente para el hombre. Carol Adams, por ejemplo, hace una lectura en la que parece entender esa realidad, y conjuga dos fuerzas que se venían manifestando de manera separada: antiespecismo y feminismo. 

Adams, en La política sexual de la carne (2016), analiza la relación existente entre la construcción social de la masculinidad y el consumo de carne animal. Adams encuentra que en la cultura actual, tanto virilidad como masculinidad, entendida esta como construcción de identidad propia del sistema patriarcal que se basa en la dominación dentro de las relaciones de género, se normaliza y naturaliza la violencia hacia los cuerpos a la par en que se consume carne animal. La masculinidad no es otra cosa más que una fuerza en busca de poder, y para ello somete cuerpos, exactamente como sucede con el consumo de animales, que, para llevarse a cabo, debe darse sometimiento corporal a tal punto de arrebatar la vida e individualidad del otro. Consumir carne y cuerpos, devorarlos, utilizarlos y aprovecharlos se funda desde una masculinidad del sometimiento.

En el acto de consumir animales opera una práctica común de la masculinidad hegemónica: adquirir posesión sobre el cuerpo ajeno como si se pudiera de facto disponer de este. A ese modus de posesión, se le suman prejuicios sociales, como la idea de que para ser fuerte y verdaderamente macho se deben poseer los cuerpos y comer carne, ya que la carne es fuente vigor, de poder, de fuerza; tanto carne de animal humano (mujeres) y no humano (reses, pollos, peces, etc.) Estos supuestos machistas se configuran de la misma manera que los especistas y bajo los principios de violencia y dominación; así, la violencia contra las mujeres y contra los animales encuentra su marcha desde los mecanismos de opresión y control patriarcal. 

Sobre estos temas son muy apropiadas las teorías interseccionales, iniciadas por Kimberlé Crenshaw, al exponer que todos los tipos de violencias (por raza, especie, clase, género, etc.) se desprenden del mismo modelo de dominio. Así, estas violencias no son independientes unas de los otras, más bien actúan de manera conjunta y se solapan entre sí. Todo esto nos sirve para desenmascarar un sistema complejo de estructuras de opresión que operan simultáneamente y que atropellan a sujetos marginados, incluidos los animales no humanos.

Por tanto, especismo y machismo son modelos de conducta patriarcales muy similares, en la medida en que llevan a cabo la disposición y consumo de los cuerpos de manera violenta. Entonces, ¿de qué hablamos cuando hablamos de feminismo antiespecista? Nos referimos a una conversación teórica llevada a la praxis entre dos movimientos que buscan justicia, reconocimiento y emancipación plena de los sujetos: el feminismo y el antiespecismo, esto solo a través de la liberación plena de la mujer y de los animales. Ambos se interconectan en tanto que alegan en contra del mismo yugo que les ha oprimido históricamente normalizando el uso de la violencia como arma de poder. El feminismo antiespecista pone en duda la idea antropocéntrica de la identidad del hombre moderno, rechaza el principio de que existen especies para ser colonizadas y explotadas; se esfuerza por criticar, cuestionar y problematizar los enunciados modernos de supremacía falocéntrica y, también, pretende la abolición total de todo tipo de esclavitud y dominación. 

Declarar igualdad implica reconocerla efectivamente para las mujeres y géneros fluidos, así como reconocerla hacia los animales en relación con la especie humana. Es muy alentador el carácter activista de las teorías que sustentan a estos movimientos, ya que no son solo ideas que se mantienen como ejes conceptuales, sino que son praxis, prácticas llevadas a cabo por teorías comprometidas con la realidad. Hablamos de feminismo antiespecista cuando entendemos que el feminismo y el veganismo son luchas liberadoras de todas las especies, y que entienden que el machismo hace parte de un entramado mucho más complejo que actúa de diferentes maneras, determinando injusta e inequitativamente las estructuras vitales que dan orden y sentido a la sociedad.

El feminismo antiespecista encontró en la desventaja una virtud: esas mujeres sin cabida en el espacio público, calladas, sin reconocimiento como interlocutoras válidas en una discusión de interés general, relegadas a cierto lugar en el mundo, un lugar de negación, pudimos ver que compartíamos ese espacio de negación con los animales, sometidas violentamente por un orden patriarcal erigido hacía siglos desde la identidad del hombre moderno. Pero es en esos lugares de negación compartidos entre animales y mujeres que nos hicimos conscientes de la injusta dominación sobre nosotras y sobre ellos, y, al mismo tiempo, fueron fundamentales para comprender la magnitud de la liberación de la mujer como modelo para el resto de las luchas. 

En la negación de estas otras subjetividades es donde se gesta la intención liberadora que busca tensionar la realidad compartida, y se desarrolla a través del activismo, con el diálogo y el cuestionamiento al poder, porque lo cierto es que al poder hay que amenazarle con preguntas, como bien sabe hacerlo el feminismo y el antiespecismo. Y ese es el feminismo antiespecista, un pronunciamiento en contra de la capitalización de los cuerpos, que desea tensionar y desestabilizar el statu quo, imaginando un destino diferente para nosotras, para nosotres y para todos los animales.


  1. Filósofa de la Universidad Santo Tomás. Docente del Instituto de Estudios Superiores “Rosario Castellanos”, de la Ciudad de México. Integrante del Comité Editorial de la Revista Latinoamericana de Estudios Críticos Animales. E-mail: sjmc6m@gmail.com
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  2.  Ha sido propia de la metafísica occidental una cierta idea de jerarquización ontológica según la cual todas las especies diferentes a la especie humana son inferiores. Esto se explica en tanto que, en la escala del ser, los animales no humanos carecen de racionalidad y, por tanto, esos animales de otras especies pueden ser subordinados y discriminados. Dos ejemplos de esto se encuentran en Platón y Aristóteles. Para el primero, teniendo en cuenta el grado de vicio adoptado por un hombre, así mismo su alma sería castigada adoptando naturaleza animal inferior. Mientras que para el segundo, si bien los animales participan de algunas características compartidas con los hombres, como poseer un telos, se mantiene la concepción de que los animales estaban dados para su buen uso y servicio del hombre.
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  3. En el prólogo de Frankenstein, Mary Shelley reconoce que una de las preguntas más usuales, una vez decidió ponerle su autoría a la obra, era sobre la posibilidad de que una mujer, y sobre todo siendo tan joven, pudiera desarrollar una historia así. Por eso decide explicar en ese prólogo que gran parte del desarrollo de la idea es de su pareja, Percy B. Shelley. Sin embargo, explica que la idea del monstruo fue siempre suya. A pesar de la sospecha que algunos escritores introducen, sospecha en parte nacida a partir de que las primeras ediciones no contaran con su nombre, o que su esposo fuera un afamado escritor, o que era muy joven para crear una historia así o que, al fin y al cabo, era una mujer, no cabe duda de la autoría de Shelley. En El año del verano que nunca llegó, Ospina (2015) sugiere que Shelley creó al monstruo, en parte contagiada por el espíritu de su marido y el ambiente en el que se gestó la obra, pero le permitió a él trabajar sobre la idea orginal. Aún así existe un supuesto misterio sobre la primera versión. Otra idea similar hace eco en la novela Bravura, de Carrère (2016), cuando Polidori se atormenta pensado que Mary le robó la idea original del monstruo.
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  4. Si bien estos sujetos siguen siendo objeto constante de discriminación, exclusión y violencia, acabando el siglo XIX y comenzando el XX comienzan a surgir vigorosamente algunos movimientos emancipatorios que dan cuenta de la urgencia de un cambio de paradigma en términos sociales y políticos. Estos movimientos buscan permitirles cabida a otros sujetos tradicionalmente subordinados. Solo por nombrar algunos: (1847) Vegetarian Society; (1866) The American Society for the Prevention of Cruelty to Animals; (1875) Londres de la Society for the Abolition of Vivisection; (1891) Humanitarian League; (1897) Order of Chaeronea; (1897) National Union of Women’s Suffrage Societies; (1905) Niagara Movement; (1924) League Against Cruel Sports; (1924) Society for Human Rights; (1944) The Vegan Society; (1969) Gay Liberation Front; entre muchísimos otros. 
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Referencias bibliográficas

Adams, C. (2016). La política sexual de la carne. Una teoría crítica feminista vegetariana. Ochodoscuatro ediciones.

Carrère, E. (2016). Bravura. Anagrama.

Ospina, W. (2015). El verano que nunca llegó. Penguin Random House.

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